Ser inversor es lo peor.

En muchas de las conversaciones que mantengo y en las que sale a relucir el tema del dinero (que si las pensiones, que si es un disparate lo que cobran los consejos de administración, que si mengano se ha forrado, que si me queda mucho mes a fin de sueldo…), cundo uno revela su faceta de inversor, a veces, se siente como un bicho raro.

E incluso en ocasiones uno se percata de que es visto como un auténtico siervo del mismísimo Satanás… imaginado como un especulador sin escrúpulos, rendido a la seducción del vil metal, deshumanizado, avaro, egoísta, desconfiado e incluso peligroso…

Y en estos casos, el discurso suele ser siempre el mismo: que si las empresas explotan a los trabajadores, que si nos roban, que mira lo que pagan a sus directivos, que si ponen a la gente de patitas en la calle… Y un sinfín de verdades, casi siempre a medias, todas ellas negativas. Ni un atisbo de bonanza. Ni un ápice de esencia positiva… Y casi siempre, el interlocutor es consumidor de muchos productos / servicios (en muchos casos absolutamente prescindibles para él) suministrados por tan demoníacas empresas… Demoníacas sin más. Porque sí. Sin más análisis.

Creo que la explicación a este fenómeno de crítica sin demasiado fundamento se detalla muy bien en el libro “Pensar rápido, pensar despacio”, de Daniel Kahneman, donde se explica el comportamiento basado en lo que el autor denomina “WYSIATI” (acrónimo de “what you see is all there is” o, traducido, “lo que ves es todo lo que hay”).

La idea que subyace en éste acrónimo, es que nuestro cerebro tiende dar respuestas basadas únicamente en la información que percibimos directamente (básicamente, la que vemos), sin tener en cuenta muchísimos datos que deberían formar parte de nuestro análisis y que en muchísimos casos cambiarían nuestra percepción y juicio radicalmente.

Este sesgo del conocimiento, además se ve reforzado por que nuestro cerebro es propenso a construir una “narrativa” con la única información de que dispone. Y esta narrativa, cuanto más sencilla, más creíble para nuestro cerebro… y más convicción para nosotros mismos. Así se explica ese discurso frágil… que además se refuerza con la falta de humildad por desconocimiento.

Así, nosotros, pobres inversores, quedamos estigmatizados… sin más datos de los que alguien ajeno al mundo empresarial puede contemplar. Sin el análisis de los cientos de miles de puestos de trabajo que crean las empresas, sin el valor social de muchos de sus producto / servicios, sin tener en cuenta las fundaciones, proyectos, donaciones, etc. que las grandes empresas promueven… Sin pararse a evaluar que casi ninguna empresa obliga a nadie al consumo de sus productos. La existencia de una competencia feroz y un ecosistema basado en la contradicción de que nadie quiere pagar pero demanda lo mejor.

A ojos de muchos, sólo existe “lo malo”.

Pero los datos están ahí: las empresas proporcionan productos y servicios de consumo. Generan empleo. Crean fundaciones y, realizan labor social. Y si una empresa paga dos millones de euros a un directivo… creo que cabe preguntarse también si ese directivo no habrá hecho ganar otros cien millones a la empresa… Porque la cuenta sale. Sale para el directivo, y para los accionistas que apoyaron su gestión.

Porque al fin y al cabo, ser inversor, en la concepción del término que barajamos en este blog, es eso, es depositar confianza en compañías que proporcionan productos y servicios a la sociedad, con modelos de gestión que permitan hacerlo de forma sostenida en el tiempo, y con la capacidad de premiar es confianza con alzas en la cotización y repartos de dividendo. Con sus luces, y sus sombras, que no todo es de color de rosa. Pero por lo menos, pongámoslo en la balanza. Añadamos incógnitas a la ecuación. Planteémonos si son merecedoras de nuestra confianza. Y entonces sí. Invirtamos con criterio. El mismo que esperamos recibir al ser juzgados.

Decisiones puntuales. Efectos permanentes.

Llegada una edad, nos enfrentamos constantemente a tener que tomar decisiones. La mayoría, banales. Unas pocas, con el calado suficiente como para condicionar nuestra vida.

Y algunas son como lobos con piel de cordero.

Me viene a la memoria cómo se trata éste tema en el libro “The millionaire next door”, de Thomas J. Stanley and William D. Danko, donde se expone que en ocasiones algunos padres “ayudan” financieramente a sus hijos a instalarse cerca de sus hogares para mantener un contacto más próximo con sus hijos. En muchos casos, unos padres con la vida ya resuelta, ayudando a unos hijos con la vida por resolver… Ayudándoles a instalarse en barrios con un nivel de vida de personas con la vida ya resuelta… gastos de nivel de vida ya resuelta… Nivel de vida… que en algún momento habrá que costear sin la ayuda de los padres…

Este tipo de decisiones puntuales, es a las que me refiero: decidir el barrio en el que uno vive, puede condicionar tu prosperidad financiera… casi para siempre.

A, a otro nivel, pasa con muchas de las cosas que una familia media “normal” consume a lo largo de su vida: un coche de una categoría un poco superior, ata a su propietarios a mayores gastos que deberán afrontarse año tras año, durante toda la vida útil del coche: mantenimiento, seguro, impuestos, etc.

Añádasele a esto la pericia de fabricantes y vendedores, por un lado, y por otro ese afán de “vivir mejor” que, por otro es lado del todo comprensible.

Mezcla explosiva.

Y así, hay vidas absolutamente sobredimensionadas, con pan para hoy y hambre para mañana. Viviendo un despropósito, a cuerpo de rey, eso sí, y “que me quiten lo bailao”.

Pero la vida, salvo para los que la queman (tipo estrella de rock) o tienen un desafortunado final prematuro (que la desgracia existe y golpea) más que “sprint” es maratón… y para racionalizar esto (porque en ocasiones entiendo la tentación de mandarlo todo al carajo y echarse a vivir) me apoyo en que el saber popular dice que quien mucho corre, pronto para. En eso, y en una apasionante lectura que me recomendó mi amigo Ernesto Bettschen: “Pensar rápido, pensar despacio”, de Daniel Kahneman, casi un manual de funcionamiento de nuestro cerebro, donde entre un sinfín de temas interesantísimos, se realiza un pormenorizado análisis sobre las “satisfacciones”. Tan ambiguo como suena. Tan bien contado como no se puede imaginar. Y ahí, se narran unos cuantos experimentos “de laboratorio”, en los que se nos da a entender que es mejor un final feliz que la opción contraria. En resumen, que un amargo final empaña toda una vida sensacional. Lectura imprescindible.

Retomando el tema inicial, creo que toda esta entrada puede resumirse en una frase que extracto de otro libro: “Entre Tiburones”, de Joris Luyendijk: “El dinero viene y se va, pero el nivel de vida llega para quedarse”.

Y acostumbrarse a lo bueno es demasiado fácil como para ser verdad… indefinidamente.

Si hoy perdieses tu fuente principal de ingresos… ¿Cuánto tiempo podrías mantener tu nivel de vida? ¿Te daría tiempo a encontrar un trabajo de iguales características en ese plazo de tiempo? ¿Te has parado a pensar cual será tu ingreso el día que decidas –o peor, que decidan por ti- poner fin a tu vida laboral?… ¿Serás capaz de hacer que los “años dorados” realmente lo sean o te estas condenando a ese final amargo en el que mirar atrás se convierte en un sufrimiento?

Como dice mi amigo Ernesto Bettschen: “Lo difícil no es hacer dinero. Lo realmente difícil es equilibrarlo en la balanza de la vida”…