El otro día, hablando con mi amigo Ernesto Bettschen sobre el mundo del emprendimiento y las “startups” que tan de moda están, me hizo un par de observaciones que me hicieron reflexionar.
La primera, liviana, pero interesante, fue sobre todas las facilidades que “aparentemente” hay para montar empresas hoy en día, cómo se fomenta la actitud emprendedora, y todo lo que rodea el “mundillo” emprendedor. Ernesto me comentaba que era una evolución generacional normal. Que el trabajo tal como lo hemos conocido hasta ahora ha terminado y la volatilidad (en casi los mismos términos en que se aplica a los mercados) ha llegado al mundo laboral para quedarse.
Básicamente, lo que está pasando es que la zona de seguridad y de confort se han separado… y eso tiene una afección clara sobre los puestos de trabajo. Esto unido a la falta real de empleo por cuenta ajena, hace que mucha gente opte (o le hagan optar forzosamente) por el auto-empleo.
Y lo interesante de la observación no venía por todo esto, que está a la vista y es más que evidente, sino por lo que no se vé: todas las facilidades tienen una “cara B” de la que inicialmente no se habla: ¿cuál es la dificultad de disolver una startup de nueva creación? De eso casi nadie habla. Pero desafortunadamente la estadística habla por sí sóla: a fecha de hoy, sólo una de cada diez startups supera los tres años de vida. Eso sí, durante todo ese “vía crucis” (que en muchos casos lo es, un camino tortuoso en el que las deudas puedes crecer demasiado), encima hay que pagar, y bien, a “Papá estado” (el peor padre del mundo) incluso sin llegar a facturar un euro…
Y si finalmente hay que abandonar el barco… ¿cómo es de fácil? Aquí, Ernesto proponía una solución tipo “matrimonio a la americana”: antes de casarte, cuando te quieres un montón y todo es de color de rosa… deja establecidas las cláusulas de la separación, porque las estarás pensando y estableciendo desde la perspectiva del bien común… y no desde el odio. Suena frívolo. Aunque si lo pensamos bien, tiene su parte –sino toda- la razón. Me parece un punto interesante, y bastante práctico, la verdad. Sobre todo eso, práctico. (¿Acaso no conocemos algún matrimonio que se deshace, y cuya separación al final se basa en tratar de hacer la vida imposible al otro?)
La segunda observación interesante que me hizo Ernesto, vino a raíz de esta primera: la forma, en parte, de evitar esta separación desventurada, y con el doble objetivo de dotar a la iniciativa de una mayor probabilidad de éxito, consiste en dotar a la propia empresa de personalidad propia. Y lo explico un poco: básicamente, si tú y yo montamos una empresa… en la empresa somos tres: tú, yo, y la propia empresa. Y ésta tiene los mismos derechos que nosotros (y las obligaciones se las reserva para el futuro, por si se ponen las cosas feas).
Es decir: si decidimos ponernos un pequeño sueldo a partes iguales, la empresa deberá cobrarlo también, y en la misma proporción. Se la paga igual que a una persona. Así el arranque es todavía más difícil, pero estaremos dotando a la empresa, de un músculo bastante interesante. Al principio será un sobreesfuerzo (todos cobramos menos para poder pagar la parte correspondiente a la empresa), pero luego tiene bastantes ventajas.
Tras el esfuerzo inicial, en caso de éxito, la empresa podría participar también el caso de tener que aportar capital, como lo haría un socio más.
Y de la misma manera, aportaría su parte en caso de tener que disolverse.
El punto de vista de Ernesto, da mucho que pensar. Resulta interesante. Yo le veo bastante simplicidad, bonanza y practicidad al sistema. Y lo veo bastante alineado con llegar a conseguir la (f)independencia.
Ese Ernesto Bettschen que escribe por aquí es un fenómeno…