Decisiones puntuales. Efectos permanentes.

Llegada una edad, nos enfrentamos constantemente a tener que tomar decisiones. La mayoría, banales. Unas pocas, con el calado suficiente como para condicionar nuestra vida.

Y algunas son como lobos con piel de cordero.

Me viene a la memoria cómo se trata éste tema en el libro “The millionaire next door”, de Thomas J. Stanley and William D. Danko, donde se expone que en ocasiones algunos padres “ayudan” financieramente a sus hijos a instalarse cerca de sus hogares para mantener un contacto más próximo con sus hijos. En muchos casos, unos padres con la vida ya resuelta, ayudando a unos hijos con la vida por resolver… Ayudándoles a instalarse en barrios con un nivel de vida de personas con la vida ya resuelta… gastos de nivel de vida ya resuelta… Nivel de vida… que en algún momento habrá que costear sin la ayuda de los padres…

Este tipo de decisiones puntuales, es a las que me refiero: decidir el barrio en el que uno vive, puede condicionar tu prosperidad financiera… casi para siempre.

A, a otro nivel, pasa con muchas de las cosas que una familia media “normal” consume a lo largo de su vida: un coche de una categoría un poco superior, ata a su propietarios a mayores gastos que deberán afrontarse año tras año, durante toda la vida útil del coche: mantenimiento, seguro, impuestos, etc.

Añádasele a esto la pericia de fabricantes y vendedores, por un lado, y por otro ese afán de “vivir mejor” que, por otro es lado del todo comprensible.

Mezcla explosiva.

Y así, hay vidas absolutamente sobredimensionadas, con pan para hoy y hambre para mañana. Viviendo un despropósito, a cuerpo de rey, eso sí, y “que me quiten lo bailao”.

Pero la vida, salvo para los que la queman (tipo estrella de rock) o tienen un desafortunado final prematuro (que la desgracia existe y golpea) más que “sprint” es maratón… y para racionalizar esto (porque en ocasiones entiendo la tentación de mandarlo todo al carajo y echarse a vivir) me apoyo en que el saber popular dice que quien mucho corre, pronto para. En eso, y en una apasionante lectura que me recomendó mi amigo Ernesto Bettschen: “Pensar rápido, pensar despacio”, de Daniel Kahneman, casi un manual de funcionamiento de nuestro cerebro, donde entre un sinfín de temas interesantísimos, se realiza un pormenorizado análisis sobre las “satisfacciones”. Tan ambiguo como suena. Tan bien contado como no se puede imaginar. Y ahí, se narran unos cuantos experimentos “de laboratorio”, en los que se nos da a entender que es mejor un final feliz que la opción contraria. En resumen, que un amargo final empaña toda una vida sensacional. Lectura imprescindible.

Retomando el tema inicial, creo que toda esta entrada puede resumirse en una frase que extracto de otro libro: “Entre Tiburones”, de Joris Luyendijk: “El dinero viene y se va, pero el nivel de vida llega para quedarse”.

Y acostumbrarse a lo bueno es demasiado fácil como para ser verdad… indefinidamente.

Si hoy perdieses tu fuente principal de ingresos… ¿Cuánto tiempo podrías mantener tu nivel de vida? ¿Te daría tiempo a encontrar un trabajo de iguales características en ese plazo de tiempo? ¿Te has parado a pensar cual será tu ingreso el día que decidas –o peor, que decidan por ti- poner fin a tu vida laboral?… ¿Serás capaz de hacer que los “años dorados” realmente lo sean o te estas condenando a ese final amargo en el que mirar atrás se convierte en un sufrimiento?

Como dice mi amigo Ernesto Bettschen: “Lo difícil no es hacer dinero. Lo realmente difícil es equilibrarlo en la balanza de la vida”…

3 opiniones en “Decisiones puntuales. Efectos permanentes.”

  1. Q razón tienes ,pero otros digase gitanos, marroquís o extranjeros les dan de todo y viven sin trabajar.Y tú cómo un cabron trabajando ahorrando para pagar a estos.
    Al final no sabes q será menor o vivir del estado o ser un tonto currante.
    Saludos.

    1. Hola Jose,

      Creo que no es cuestión de raza, cultura o creencia. El que es trabajador trabaja. Lo otro es ser vago. Y vagos nacionales, hay muchos.

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